VIERNES EN EL CINEMATOGRAFO
Ella nunca estuvo dentro de la sala, ni aún después de ese minuto agudo
que se vació por completo hasta ennegrecer todos los rincones del lugar.
El proyector había comenzado a salpicar la pared con imágenes blancas y
negras, tomas incongruentes de video que se prolongaban a lo largo de los
pasillos de alguna construcción; eran más bien fotografías de muros,
pilares y portones llagados por la polilla del sarro, corredores
atravesados por barandajes continuos y cuartos desolados como escaparates
de nada. Casi no lograba ver el perfil confuso de Eduardo, apenas
distinguía a mi lado una suerte de masa tumorosa posada encima de un
taburete, pero eso bastaba para percatarme de su intranquilidad.
Ella no podía faltar al cinematógrafo del Viernes, no ahora que
precisamente se proyectaba Der Tod liegt auf dem Boden; ese filme del que
ella opinaba a cada instante en nuestras citas, incluso cuando
inventábamos el amor bajo las sábanas. Ella estaba en la primera ristra
de asientos, creí verla al momento de llegar con Héctor al salón, justo
antes del apagón de las lámparas cuando el responsable de la puerta
asignó nuestro sitio y nos entregó un par de catálogos relacionados con
cine experimental. La cinta tenía diez minutos de haber principiado a
rotar y yo inútilmente había tratado de descubrir la silueta de Hortensia
a través del caos nebuloso y el eclipse sintético del salón. Ella no
estaba en ninguna parte. Siempre era la sensiblería de Hortensia la razón
de sus rabietas de niña perversa, quién sabe si hace dos días discutimos
acerca de algún asunto ridículamente trivial por el que ella estuviera
malhumorada todavía, desafiándome con esta paparruchada de faltar al
salón de cine con tal de no encontrarse conmigo.
Pasaron varios minutos comprimidos en un solo santiamén, al tiempo que
las mismas escenas eran proyectadas por un terco impulso de necedad;
simplemente volvían a aparecer en la pared para atascarse de nuevo en un
quietismo insoportable, con una especie de rencor contra el movimiento.
De pronto, surgió el cuerpo femenino de un personaje entre los barandajes
fijos de aquella escena que dejó de ser estática para convertirse,
entonces, en la escena final de otra cinta cinematográfica en donde una
mujer desnuda cortaba su cuello con un bisturí nervioso y luego caía
muerta sobre el enladrillado gris de un pasillo.
Héctor se volteó hacia mí con ese apetito de miope aturdido en sus ojos y
musitó algo cerca de mi oreja, es decir, creí escucharlo articular mal
una frase: ˜¡Hortensia... el corredor de su estancia! Eran seis palabras
que quizá nunca dijo, que quizá era yo quien las imaginaba para ratificar
la evidente similitud del corredor de la casa de Hortensia con el
corredor en el que moría la protagonista. No lo pensé demasiado para
decidir encaminarme a su apartamento. Salí del salón mientras la máquina
terminaba de proyectar los créditos de la película, dejando en la pared
una pantalla roja, una mancha exacta y fúnebre como el charco de sangre
que ahogó la garganta de Hortensia, esa niña perversa que ya no era más
que un cadáver extendido sobre el enladrillado monótono del pasadizo de
su propia estancia.
Julioˆ2001.
> > De: "Ezequiel Masis" <emasis@est.unica.edu.ni>
> Fecha: Fri, 31 Aug 2001 16:14:17 -0600
> Para: salvaje@labutaca.com
> Gracias por tener entre los links de tu página el de la revista 400
> Elefantes de Nicaragua, en la que formo parte del consejo editorial,
> ahora estamos replanteando el diseño de la web...
>
> Te envío este relato para que quizá ocupe un lugar en poesía salvaje,
> desde ya te lo agradezco y hombre, te digo que la libertad y apertura de
> la página de poesía salvaje es un gran valor sobretodo para apoyar a la
> tanta gente que escribimos. Vale.
>
> Ezequiel D´León Masís