La conoció en Internet, en una lista literaria en la que solía participar.
Primero fueron unos cuantos e-mails de tanteo: que si escribes muy bien, que
si pones el corazón en tus letras, que a mí también me gusta lo tuyo, en
definitiva, que si patatín que si patatán y, poco a poco, se fueron
enredando, casi sin darse cuenta. Ella le envió una foto con un escote que
parecía la hucha de San Antonio en el día del Domund, él correspondió con un
plano entero a pie de playa en bañador y con calcetín interior marcapaquete.
Todos los días platicaban un rato por el messenguer. La conferencia no
costaba, ya que ambos disponían de tarifa plana y conexión por cable. Pero
pronto lo dejaron. Le encontraban mucho más sentido al chat escrito. Eran
conversaciones serias, sobre literatura, el tiempo, los lugares respectivos
en los que vivían. Cada uno al otro lado del océano. Y así se sucedieron las
semanas, en unos términos de franca camaradería y amistad hasta que un día
él le tiro de la lengua y ella confesó que algunas noches soñaba con él, se
despertaba toda húmeda y lanzaba gemidos de placer como si fuera una loba en
celo en mitad del corazón de una luna llena.
Venancio abrió el directorio donde se encontraba el archivo jpg con la foto
que Icíar le había enviado. La miró y remiró como había hecho desde el día
en que la recibió. Demasiado para el cuerpo, pensó una vez más. La hucha se
revelaba pletórica de una carne blanca y sabrosa dispuesta para la colecta,
la cintura de avispa en posición de retorcerse como una serpiente, las
piernas cruzadas a propósito enseñaban lo justo para provocar que la mirada
se perdiera en el vértice más negro y profundo del universo. ¡No se lo podía
creer! ¡Había ligado! Y aquella tía lo deseaba, suspiraba por jugar con él a
atrapar cometas y a fundir un trozo de eternidad. Imaginaba aquellos labios
carnosos, de color rojo manzana prohibida, acariciando el fruto del árbol
del mal... y no podía aguantar más. Entonces iba un momento al servicio, se
enfundaba un preservativo y volvía a abrocharse la bragueta. Luego regresaba
al despacho, agarraba la palanca del sillón de la oficina y subía el
asiento hasta que la entrepierna rozaba con la parte inferior de la madera
de la mesa y continuaba chateando con ella. Así evitaba cualquier
contratiempo si entraba la secretaria.
Sí. Algún día se encontrarían, le decía, y juntos sentirían estallar más
cohetes que en un festival pirotécnico. Recorrería cada centímetro de su
piel con caricias más dulces que el terciopelo, con lentitud, sin prisas,
con la misma morbosidad que un guardia municipal al ponerle una multa a su
ex mujer por mal aparcamiento. Besaría su sien, su oreja, su cuello y se
detendría en sus pechos a contar una a una todas las células de la colecta
más allá del final de la ranura del escote y de la hucha. Y mientras tanto
se columpiaba con el asiento de derecha a izquierda, de izquierda a derecha,
de tal forma que cualquiera que lo viera pensaría que estaba bailando la
yenka: Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, atrás, uhhhh...
un, dos tres... Hum.... Hum.... Ella le respondía todavía con un ardor más
encendido, detallando con tanta precisión los movimientos que Venancio llegó
a pensar que le leía trozos del kamasutra. Pero, aunque fuera así, a él no
le importaba. Era feliz y, además, Icíar debía saber hasta latín en lo que
respecta a técnicas amatorias porque él estaba aprendiendo cosas que nunca
creyó no ya que se pudieran hacer sino ni imaginar. Así que todos los días
llegaba a casa tan desfogado que ya no le importaba que su mujer lo
sometiera al mismo desprecio sexual de siempre y pasaba olímpicamente de la
más leve carantoña o insinuación en la que se pudiera ver implicado con
ella.
Hasta que una mañana, en uno de esos lapsos que le permitía el trabajo,
mientras navegaba por la red, se la encontró. Era ella, Icíar. Un reportaje
entero, con unas fotos en las que aparecía vestida y otras en pelota picada,
como dios la trajo al mundo y la quisiéramos la mayoría de los varones. Pero
no se llamaba así, sino Sandra. Entonces lo comprendió todo y cuando a
última hora de la jornada de la tarde se conectó con ella, como era
habitual, se lo echó en cara.
-¡Eres una farsante! Me has enviado la foto de una tal Sandra, que figura en
la web denominada sandrasex, y te has hecho pasar por ella para divertirte a
mi costa. No tienes perdón. ¡Falsa, que eres una falsa!
-Sí. Reconozco que te he mentido en lo de la foto y en casi todo lo demás.
Tengo noventa y cuatro años y como comprenderás o actúo así para
entretenerme, porque a pesar de mi edad también tengo derecho a disfrutar de
la vida, o me dedico a sacarle brillo a la dentadura postiza lo cual no me
apetece mucho. Y por cierto, si ves a Luis, el macho ese tan potente que
aparece en la web hombres/sex/luis y cuya foto en bañador quisiste hacer
pasar por tuya, dile que se quite el calcetín con el que trata de exagerar
el paquete, que se le nota mucho que es de fantasía y para ligar así va a
tener que ponerle muchos sellos.
Pontevedra. España
Mis libros en papel: fpoza@mundo-r.com
> From: Fernando Luis Perez Poza <fpoza@mundo-r.com>
To: <peres@mundo-r.com>
Date: sábado, 24 mayo 2003 22:08
Subject: Una aventura amorosa de Internet

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